lunes, 18 de mayo de 2009

ELOGIO DE LA LLUVIA*

Roberto Vallarino



Uno
La lluvia es el origen del afilado espejo de la muerte;
en ella recomienza el dolor de los partos,
el sabor da la vida y la consumación de los deseos;

En ella se oscurecen los objetos terribles
que permiten al hombre saber por un instante
que la luz es un don que castra profecías
y recorta perfiles de sal, petrificados,
para que las texturas y los cuerpos que han sido nuestros
alimenten sus márgenes con el fruto tenaz
del olvido olvidado.


Dos
Como los hijos, la lluvia usurpa al hombre
su razón de unidad inalterable;
también, como los hijos, otorga dirección
a la continuidad de los deseos futuros;

la lluvia es una madre que se deja escondida
en los fríos rincones de la luz
y cuando ya está muerta se resuelve
al desenmascarar el rostro de los años.


Tres
Yo caminaba por las calles de la ciudad
que hieden como muertos, buscando en cada paso
un poco del sentido del mundo que siempre estaba ahí,
al doblar una esquina o enderezar un pensamiento,
más allá de las ventanas de mi propia mirada estupefacta;
entre mi orilla y el vértice de un otro que nunca conocí;
anhelaba encontrar en las noches heladas
esa mirada de que me hablaba el sueño
enmascarada por sucesivas capas de ceniza;

creía que los fantasmas se escudriñaban dentro
y cerraba las puertas que me comunicaban con los otros.
Al final
lo único que hice fue levantar un muro
entre el deseo y su resolución.

Cuatro
El vaho es el alma de la lluvia;
en él germinan los odios y las indecisiones,
el miedo que destruye al pensamiento
al encontrar la sangre de los antepasados
coagulada en los muros de la noche;

en el vaho se abren las fisuras del tiempo,
la densa restricción de las costumbres
y el furor del instinto;

en el vaho germinan todas estas visiones
y muchas más que la lluvia no quiere ya enseñarme
por temor a olvidar su carácter sagrado de mujer.


Cinco
Los hombres van oscuros con su carga de polvo en la memoria,
por sus venas circula un poco del veneno del mundo,
la aceptación de construir la vida desde la idea de la muerte
y destrozar el cuerpo de una infancia repleta de dolor
para que la malentendida libertad desenrosque su cuerpo
y al final se padezca y se tema que el tiempo cumpla
su venganza anónima, tras la puerta, al cruzar una calle,
o mientras uno tiembla
en los insomnios.


Seis
Porque yo sé también de los días suspendidos
entre la fina lluvia y el vacío de no hacer nada;
sé también de los amigos que no nos reconocen
al cabo de dos o tres años de ausencia
y de las mujeres que algún día poseímos

pues conozco la vileza que germina en el tiempo
y las palabras asombradas: "eres muy joven para estar tan calvo";

no saben que mi almohada es de garfios transparentes
y que todas las noches el recuerdo me arranca los cabellos
y las voces;
no saben que el envejecimiento
es la imagen del hombre que nunca se ha cansado
de decirse a sí mismo "soy el centro del mundo"
y al final no se encuentra el camino de frío que se buscó.


Siete (pausa)
La virtud de la lluvia es esa forma amarga del silencio

la tarde se agiganta entre los tulipanes
hasta ser amarilla.
Una parvada de golondrinas florece en ramas
con pétalos de ónix;
hay un árbol que canta, jaula de luz que vibra tras los sauces;
hay sillas que conversan en actitud de espera
en las terrazas de la madrugada;

la virtud de la lluvia es su mirada.


Ocho
Por un instante el cauce vertical de la tormenta
se detiene en su centro de formas calcinadas;
hay en la suspensión del movimiento un recuerdo fugaz,
hay los vasos vacíos en cuyo fondo la noche halla un remanso;
hay el olor a tierra descompuesta bajo los adoquines;
hay la radiografía de la ciudad iluminada
apenas
por la electricidad de la tormenta;
hay los muertos arropados en gasas de dolor y frescura,
los cigarrillos y las conversaciones malbaratadas
en tardes transparentes en donde pastan las memorias
que la vida esparce aquí y allá;
hay la furia tremenda
de los hermanos que se asesinan por el cuerpo de una mujer;
la inquietud de los padres que desean a sus hijas;
y sobre todo hay la ciudad emputecida que todo lo divide
hasta que la tormenta regresa a su pureza inescrutable
y el instante se obstruye
y solo permanecen las ventanas
sudorosas;
unas cuantas palabras manoseadas, el humo amarillento
de un cigarro, los restos de café al fondo de una taza,
y muchos deseos rotos,
disipándose.

enero 1979


*Nota al calce. Este poema me sacudió desde la primera vez que lo leí, allá en los lejanos días de la adolescencia. Desde entonces me acompaña, y cada tanto vuelvo a él para acordarme que bajo el cauce vertical de la tormenta todos vamos andando "con nuestra carga de polvo en la memoria".

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