I
Quiero recuperar en esta noche oscura
los objetos perdidos adentro de mí mismo;
sentir, como si nunca antes lo hubiera oído,
el sonido de la lluvia que moja todo el patio,
retrocede como un gato negro muerto de frío
y se esconde en las hojas más altas del hule;
tocar, como si fuera la primera vez,
el pulso de mi lápiz que palpita sobre el papel en blanco
y recobrar los cuerpos y texturas que he dejado escondidos
en el fondo de otra noche de lluvia que se diseminó
como los sueños.
II
Oigo llegar la lluvia con sus dedos sigilosos;
apenas toca el tallo de los árboles,
desciende por los húmedos muros de la noche
y golpetea en los vidrios su ritmo monocorde;
oigo como se acerca, retrocede, se acerca,
se retuerce como humo y copia el movimiento de unos labios.
III
Y la palabra muerte fosforece en la noche
como un augurio que ha traído la lluvia;
el sabor mineral de los insomnios oprime el paladar
contra la lengua y hace un vacío en la boca.
Se pierden las amarras del presente
en el frío litoral de la memoria.
Únicamente queda una playa de vidrios
que hienden las ideas de un pasado lejano
del que sólo recuerdo los ojos amarillos
y la piel ceniza.
No hay orillas.
El hombre busca siempre llegar al otro lado
y al final se da cuenta que nunca se ha movido.
IV
Pero todavía camino contra los muros replegados del aire
tambaleándome por una borrachera de recuerdos que no puedo ordenar;
deambulo por las calles y las avenidas solitarias y sin árboles;
veo a los signos del tiempo vencer las profecías sin cumplirlas
y siento ese rostro ajeno en el fondo de los charcos
que me observa como queriendo decirme: “éste eres tú”
V
Encuentro ahora que no tengo rescoldos,
que no tengo secretos;
todos son invención de noches sudorosas
como lámparas de ámbar.
Estoy aquí, con la medusa de mis nervios desangrada en la mano,
con el enjambre de filamentos irascibles de los sueños
cediendo ante el vacío de las noches.
Estoy aquí.
Abro los cuadernos de la adolescencia
y encuentro en ellos el furor que necesito ahora
(ahora que tengo la frialdad que antes anhelaba);
y encuentro muchos rostros que he deseado
y que ya han sido míos sin saberlo:
Estoy en un jardín cuyas hogueras iluminan
hasta el más hondo punto en el que se debaten
mi vida y mi muerte.
VI
Porque entonces no sabía que el tiempo
era producto de la casualidad
y quería otorgarle un misterio a la vida
que no tiene otro misterio más que permanecer
Allí
detenida en las bardas y los pájaros,
en el paso trémulo de los borrachos,
en la voz hecha de hambre del mendigo
y en aquél rostro que me guiñaba el ojo
cuando me detenía en un árbol para no desplomarme
y encontraba en los charcos los perfiles y rasgos
que desde entonces busco inútilmente
en las noches de lluvia y en las mañanas grises.
VII
Y ahora
inclinado ante el fuego de la aceptación
siento en mi rostro la máscara de la desnudez;
me inclino para ver, más allá de los árboles,
tras el tejido de las bugambilias,
entre dos muros que acortan la distancia,
no una aparición,
sino los dorsos de edificios lúgubres,
sus ventanas rotas y petrificadas
como las profecías del futuro.
Encuentro en la cerámica de las azoteas
una geométrica rigurosidad,
un equilibro casi perfecto entre las antenas
y los tanques de gas,
los cuartos de servicio
y la presencia totémica de los tinacos vacíos,
horrible, pero funcional,
opaca y chata, pero útil:
no una aparición, lo que está frente a mí día tras día
y que ahí permanece
inamovible.
VIII
Pero las hojas del hule me devuelven el camino perdido
de lo que alguna vez llamamos trascendencia.
¿Tiene alguna trascendencia esta luz que se equilibra
entre los tallos y los frutos?
¿Se esconde algún valor en las ventanas que la lluvia
ilumina con sus cigarras nocturnas?
¿Hay símbolos proféticos en el vuelo espiral
que traza el cuervo sobre las cúpulas de la iglesia?
He cerrado los ojos y descubro
que lo único que posee trascendencia
es saber inclinarse tras el fuego nocturno
para partir su forma de pirámide
y hallar en el carbón el poder de la brasa
de los días cotidianos.
IX
Anhelo sin embargo ese desorden.
Las palabras aún no tenían el prestigio
de simbolizar esto o aquello
y poseían el peso de su propio volumen.
Uno era el instrumento, la ventana,
el vacío que se extiende entre el tronco y las ramas
como una voz de polvo que se agrieta;
la transparencia era una piedra oscura
traída por los sueños;
No había disquisiciones que llenaran de vino
los vasos del insomnio.
Yo no existía
tú no existías
sólo era real lo otro.
La figura sin rostro que corría a ocultarse
en los espejos.
X
Pero sobrevivimos.
Ahora,
tantos años después de la primera voz que sentí
nacer en la garganta
filtrarse por la nuca
descender por los hombros
anidar un instante en el estómago
y volcarse como un río de sangre
en los brazos abiertos
hasta tocar la mano
el ojo
la memoria;
Ahora,
tantos años después he descubierto
que la palabra muerte tiene un sentido
que aún no he descubierto.
He podido saber que el término locura
está hecho de nervios destrozados
y que las noches no son de humo ni de yerbas
sino de lluvia, de ocultación, de miedo.
(Pero sobrevivimos para conocernos y desconocernos
y recobrar la pasión del principio
y dividir la vida con un suceso
o con el silencio.)
septiembre-diciembre de 1978

Volver a leer esto me hace recordar cuando nació Adriana, nuestra hija y Roberto escribió este poema. gracias.
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