sábado, 23 de mayo de 2009

EL CAUCE VERTICAL (Fragmento, 1998)


Oscar Javier Martínez

Al maestro Roberto Vallarino


-->
Peludio
Le doy la vuelta al viento que agita nochebuenas en febrero
y camisas limpias colgadas al sol;
le deseo buena suerte al curso de mi mano,
el ojo puesto en éste húmedo temblor de madrugada;
bebo el agua serenada del tedio y enumero
las cosas que tengo para dar:
el pan que alguien tiró,
la basura del patio,
el pensamiento de un hombre que escribe sobre lluvia
y nunca acaba.


****
La lluvia descubre grietas en el corazón de los cobardes,
resana las heridas de los derrotados por el amor,
Moja los parques del olvido,
en donde adolescentes florecieron
con las manos y los ojos
y todo el cálido néctar de la muchacha que se fué.

La lluvia cae
cantando.
Forma espejos astillados de pies.
La lluvia es el nombre de la mujer que danza en cada gota.
Los hombre huyen,
se prefieren secos y en soledad,
la lluvia tiene un hierro candente en cada mano.


****
La tormenta venció a la ciudad,
destruyó la visión de ruido y caos;
ahora
un inmenso muro gris domina el valle.

Llueve en mi ciudad,
su viejo río despierta,
reverdecen las casas, el mercado;
fragores de batalla derrumban los insomnios;
alguien hierve café.

A veces,
sumergida en el vértice de la tormenta
es mi ciudad la que llueve sobre la tarde,
y con ella vamos todos
cayendo hacia lo alto,
salpicando las nubes.

(El agua es un camino,
el sueño terrible de la urbe,
húmedo espejo de luz.)

Es mujer,
sus amores son oscuros y breves.
Penetra dulcemente en los labios del valle.
Y nosotros, testigos sin voz, sólo miramos
en un portal, tras la ventana;
nos quedamos ahí, viendo llover;
mirando el agua correr gozosamente.


****
(La tarde llueve entera sobre mí.
He querido domarla, pero ella me posee.
Su casa es mi cuerpo resentido de humedad.
Piedra soy,
Hoja;
soy todo lo que inunda la tormenta;
me desprendo de manos y de pies,
formo un arroyo sin principio ni fin.
Soy eterno,
la lluvia me sostiene.)

****
Diálogo

-La virtud de la lluvia
es esa forma triste del silencio.
-Hay gritos en su cauce
que dormitan intactos:
los recuerdos.


****
La lluvia en el vaso de madera de un estudiante libio
La lluvia gris de Nueva York
La lluvia manantial del amor en los parques
La lluvia febril de los que se odian en silencio
La lluvia vertical intermitente
La lluvia fiel del niño y sus navíos
La lluvia entre basura que corre hacia nosotros
La lluvia del condenado y del verdugo
¿La misma lluvia?
La lluvia máscara, villana, cabrona
La tormenta que sorprendió a Francisco en pleno trance
La anciana lluvia que abre grietas de sal
La lluvia que levanta una casa con solo una semilla
La tormenta que funda ciudades con pendones morados
La lluvia de mezcal y de machete
Lluvia sin zapatillas que se sentó a mi puerta
La lluvia calibre 9 mm
La lluvia en las manos de la muerte
La lluvia de todos los días
La lluvia arena del desértico mar
La lluvia que moja los poemas, las ganas
La escandalosa lluvia de tus ojos
La lluvia con motor a dos tiempos
La lluvia maíz que mata el hambre
La lluvia con gusto a limón en las pestañas
La lluvia que azota el inconsciente de los que ya no ríen
La lluvia:
la copa más amarga del cielo
La lluvia, siempre la lluvia
parpadeando.


****
Dentro de poco nadie escribirá sobre la lluvia
Bastará para todos aquel abrazo dulce,
perdido en los pliegues de un naufragio.

Esta vida es pequeña,
bien pudiera medirla el cauce vertical:
"Yo tengo cuatrocientos aguaceros"
"Yo aún no cumplo los trescientos cincuenta"

Mas preferimos el recuento implacable de los días
y su sino terrible
que es el nuestro:

Caer
Estrellarse en lo infinito
Fluir quizás y luego
Retornar al origen
como un soplo.



FIN DE LA TORMENTA (RESTOS)

La fiesta se acabó.
Nadie sabe si fuimos invitados
o caímos aquí, huyendo del peligro
de manejar a doscientos kilómetros por hora
sobre las avenidas de una soledad
vestida de muchacha.

***

(Se bajó del avión y contra el frío
dibujó sobre el muro una manzana)

***

¿Quién ha pedido permiso a la tormenta
antes de penetrarla?

lunes, 18 de mayo de 2009

ELOGIO DE LA LLUVIA*

Roberto Vallarino



Uno
La lluvia es el origen del afilado espejo de la muerte;
en ella recomienza el dolor de los partos,
el sabor da la vida y la consumación de los deseos;

En ella se oscurecen los objetos terribles
que permiten al hombre saber por un instante
que la luz es un don que castra profecías
y recorta perfiles de sal, petrificados,
para que las texturas y los cuerpos que han sido nuestros
alimenten sus márgenes con el fruto tenaz
del olvido olvidado.


Dos
Como los hijos, la lluvia usurpa al hombre
su razón de unidad inalterable;
también, como los hijos, otorga dirección
a la continuidad de los deseos futuros;

la lluvia es una madre que se deja escondida
en los fríos rincones de la luz
y cuando ya está muerta se resuelve
al desenmascarar el rostro de los años.


Tres
Yo caminaba por las calles de la ciudad
que hieden como muertos, buscando en cada paso
un poco del sentido del mundo que siempre estaba ahí,
al doblar una esquina o enderezar un pensamiento,
más allá de las ventanas de mi propia mirada estupefacta;
entre mi orilla y el vértice de un otro que nunca conocí;
anhelaba encontrar en las noches heladas
esa mirada de que me hablaba el sueño
enmascarada por sucesivas capas de ceniza;

creía que los fantasmas se escudriñaban dentro
y cerraba las puertas que me comunicaban con los otros.
Al final
lo único que hice fue levantar un muro
entre el deseo y su resolución.

Cuatro
El vaho es el alma de la lluvia;
en él germinan los odios y las indecisiones,
el miedo que destruye al pensamiento
al encontrar la sangre de los antepasados
coagulada en los muros de la noche;

en el vaho se abren las fisuras del tiempo,
la densa restricción de las costumbres
y el furor del instinto;

en el vaho germinan todas estas visiones
y muchas más que la lluvia no quiere ya enseñarme
por temor a olvidar su carácter sagrado de mujer.


Cinco
Los hombres van oscuros con su carga de polvo en la memoria,
por sus venas circula un poco del veneno del mundo,
la aceptación de construir la vida desde la idea de la muerte
y destrozar el cuerpo de una infancia repleta de dolor
para que la malentendida libertad desenrosque su cuerpo
y al final se padezca y se tema que el tiempo cumpla
su venganza anónima, tras la puerta, al cruzar una calle,
o mientras uno tiembla
en los insomnios.


Seis
Porque yo sé también de los días suspendidos
entre la fina lluvia y el vacío de no hacer nada;
sé también de los amigos que no nos reconocen
al cabo de dos o tres años de ausencia
y de las mujeres que algún día poseímos

pues conozco la vileza que germina en el tiempo
y las palabras asombradas: "eres muy joven para estar tan calvo";

no saben que mi almohada es de garfios transparentes
y que todas las noches el recuerdo me arranca los cabellos
y las voces;
no saben que el envejecimiento
es la imagen del hombre que nunca se ha cansado
de decirse a sí mismo "soy el centro del mundo"
y al final no se encuentra el camino de frío que se buscó.


Siete (pausa)
La virtud de la lluvia es esa forma amarga del silencio

la tarde se agiganta entre los tulipanes
hasta ser amarilla.
Una parvada de golondrinas florece en ramas
con pétalos de ónix;
hay un árbol que canta, jaula de luz que vibra tras los sauces;
hay sillas que conversan en actitud de espera
en las terrazas de la madrugada;

la virtud de la lluvia es su mirada.


Ocho
Por un instante el cauce vertical de la tormenta
se detiene en su centro de formas calcinadas;
hay en la suspensión del movimiento un recuerdo fugaz,
hay los vasos vacíos en cuyo fondo la noche halla un remanso;
hay el olor a tierra descompuesta bajo los adoquines;
hay la radiografía de la ciudad iluminada
apenas
por la electricidad de la tormenta;
hay los muertos arropados en gasas de dolor y frescura,
los cigarrillos y las conversaciones malbaratadas
en tardes transparentes en donde pastan las memorias
que la vida esparce aquí y allá;
hay la furia tremenda
de los hermanos que se asesinan por el cuerpo de una mujer;
la inquietud de los padres que desean a sus hijas;
y sobre todo hay la ciudad emputecida que todo lo divide
hasta que la tormenta regresa a su pureza inescrutable
y el instante se obstruye
y solo permanecen las ventanas
sudorosas;
unas cuantas palabras manoseadas, el humo amarillento
de un cigarro, los restos de café al fondo de una taza,
y muchos deseos rotos,
disipándose.

enero 1979


*Nota al calce. Este poema me sacudió desde la primera vez que lo leí, allá en los lejanos días de la adolescencia. Desde entonces me acompaña, y cada tanto vuelvo a él para acordarme que bajo el cauce vertical de la tormenta todos vamos andando "con nuestra carga de polvo en la memoria".

miércoles, 13 de mayo de 2009

EL DESEO RECOBRADO

Roberto Vallarino

A mi hija, este poema para que se reconozca



I

Quiero recuperar en esta noche oscura

los objetos perdidos adentro de mí mismo;

sentir, como si nunca antes lo hubiera oído,

el sonido de la lluvia que moja todo el patio,

retrocede como un gato negro muerto de frío

y se esconde en las hojas más altas del hule;

tocar, como si fuera la primera vez,

el pulso de mi lápiz que palpita sobre el papel en blanco

y recobrar los cuerpos y texturas que he dejado escondidos

en el fondo de otra noche de lluvia que se diseminó

como los sueños.



II

Oigo llegar la lluvia con sus dedos sigilosos;

apenas toca el tallo de los árboles,

desciende por los húmedos muros de la noche

y golpetea en los vidrios su ritmo monocorde;

oigo como se acerca, retrocede, se acerca,

se retuerce como humo y copia el movimiento de unos labios.



III

Y la palabra muerte fosforece en la noche

como un augurio que ha traído la lluvia;

el sabor mineral de los insomnios oprime el paladar

contra la lengua y hace un vacío en la boca.

Se pierden las amarras del presente

en el frío litoral de la memoria.

Únicamente queda una playa de vidrios

que hienden las ideas de un pasado lejano

del que sólo recuerdo los ojos amarillos

y la piel ceniza.

No hay orillas.

El hombre busca siempre llegar al otro lado

y al final se da cuenta que nunca se ha movido.



IV

Pero todavía camino contra los muros replegados del aire

tambaleándome por una borrachera de recuerdos que no puedo ordenar;

deambulo por las calles y las avenidas solitarias y sin árboles;

veo a los signos del tiempo vencer las profecías sin cumplirlas

y siento ese rostro ajeno en el fondo de los charcos

que me observa como queriendo decirme: “éste eres tú”



V

Encuentro ahora que no tengo rescoldos,

que no tengo secretos;

todos son invención de noches sudorosas

como lámparas de ámbar.

Estoy aquí, con la medusa de mis nervios desangrada en la mano,

con el enjambre de filamentos irascibles de los sueños

cediendo ante el vacío de las noches.

Estoy aquí.

Abro los cuadernos de la adolescencia

y encuentro en ellos el furor que necesito ahora

(ahora que tengo la frialdad que antes anhelaba);

y encuentro muchos rostros que he deseado

y que ya han sido míos sin saberlo:

Estoy en un jardín cuyas hogueras iluminan

hasta el más hondo punto en el que se debaten

mi vida y mi muerte.



VI

Porque entonces no sabía que el tiempo

era producto de la casualidad

y quería otorgarle un misterio a la vida

que no tiene otro misterio más que permanecer

Allí

detenida en las bardas y los pájaros,

en el paso trémulo de los borrachos,

en la voz hecha de hambre del mendigo

y en aquél rostro que me guiñaba el ojo

cuando me detenía en un árbol para no desplomarme

y encontraba en los charcos los perfiles y rasgos

que desde entonces busco inútilmente

en las noches de lluvia y en las mañanas grises.



VII

Y ahora

inclinado ante el fuego de la aceptación

siento en mi rostro la máscara de la desnudez;

me inclino para ver, más allá de los árboles,

tras el tejido de las bugambilias,

entre dos muros que acortan la distancia,

no una aparición,

sino los dorsos de edificios lúgubres,

sus ventanas rotas y petrificadas

como las profecías del futuro.

Encuentro en la cerámica de las azoteas

una geométrica rigurosidad,

un equilibro casi perfecto entre las antenas

y los tanques de gas,

los cuartos de servicio

y la presencia totémica de los tinacos vacíos,

horrible, pero funcional,

opaca y chata, pero útil:

no una aparición, lo que está frente a mí día tras día

y que ahí permanece

inamovible.



VIII

Pero las hojas del hule me devuelven el camino perdido

de lo que alguna vez llamamos trascendencia.

¿Tiene alguna trascendencia esta luz que se equilibra

entre los tallos y los frutos?

¿Se esconde algún valor en las ventanas que la lluvia

ilumina con sus cigarras nocturnas?

¿Hay símbolos proféticos en el vuelo espiral

que traza el cuervo sobre las cúpulas de la iglesia?

He cerrado los ojos y descubro

que lo único que posee trascendencia

es saber inclinarse tras el fuego nocturno

para partir su forma de pirámide

y hallar en el carbón el poder de la brasa

de los días cotidianos.



IX

Anhelo sin embargo ese desorden.

Las palabras aún no tenían el prestigio

de simbolizar esto o aquello

y poseían el peso de su propio volumen.

Uno era el instrumento, la ventana,

el vacío que se extiende entre el tronco y las ramas

como una voz de polvo que se agrieta;

la transparencia era una piedra oscura

traída por los sueños;

No había disquisiciones que llenaran de vino

los vasos del insomnio.

Yo no existía

tú no existías

sólo era real lo otro.

La figura sin rostro que corría a ocultarse

en los espejos.



X

Pero sobrevivimos.

Ahora,

tantos años después de la primera voz que sentí

nacer en la garganta

filtrarse por la nuca

descender por los hombros

anidar un instante en el estómago

y volcarse como un río de sangre

en los brazos abiertos

hasta tocar la mano

el ojo

la memoria;

Ahora,

tantos años después he descubierto

que la palabra muerte tiene un sentido

que aún no he descubierto.

He podido saber que el término locura

está hecho de nervios destrozados

y que las noches no son de humo ni de yerbas

sino de lluvia, de ocultación, de miedo.

(Pero sobrevivimos para conocernos y desconocernos

y recobrar la pasión del principio

y dividir la vida con un suceso

o con el silencio.)



septiembre-diciembre de 1978





EL CAZADOR EN SU LECHO DE MUERTE

Oscar Javier Martínez

Primer monólogo


Oscurecí mi rostro para andar por el mundo:
máscara sobre máscara.
Descubrí el brillo del metal en mis ojos tempranos
y desde entonces
cada fin de semana embrazo los arreos.
Matar a mano limpia es el placer más puro y más antiguo.
Los años me conducen hacia el blanco camino
que rechazo y que se abre en los insomnios.
Vuelvo entonces a deambular entre las viejas tumbas y los cardos
(y los perros me miran)
Vuelvo a sentir el acedo sabor de las tortillas
y escucho trasegar al viento en los guamuches.
No hay paz en este corazón hecho de ruidos
y de pulsos que llenan mis horas y mi aliento.
Soy cazador. Tengo que levantarme de esta herida.



Hormigas

Llovía.
Un rayo partió con limpia precisión el corazón del cacto.
Adentro las hormigas envolvieron
con sus cuerpos nerviosos a la reina.
Empapado y sin cigarros
las miré afanarse en su tarea.
Otro rayo silbó bajo mis pies.
Con el machete derribé aquel imperio.
Llovía.


Pájaros

La roja bala abrió en dos
el aliento del ave temblorosa.
Esa mañana comí con gusto a muerte.
A la orilla del cerro
me comencé a perder.
La brújula no sirve en estos casos.


Primera lección de tiro

A la hora de la muerte ayuda no pensar
salvo -quizás- en flores rojas.
(Mi mano es la extensión de la mañana)
El metal acaricia los filos de mi espalda.
Mientras miro volar las codornices
y en el límpido azul las nubes se amontonan.


Plegaria a campo abierto

Brizna de amor,
ata mis manos.
Este valle subyuga mis instintos de fiera,
me descubre cobarde y temeroso.
A veces miro en la fugacidad a mi enemigo,
corto cartucho y aguardo noches frías.
El hambre de disparar me mantiene despierto.
Otras veces me descubro
lejos del campamento, de la tienda
y mis armas, como hoy.
Estrella solitaria,
estoy aquí, sediento, con el coraje a cuestas.
¿Qué voy a hacer con mis huesos ardientes?


Ladridos

Oí grillos y perros
y unos cascos golpeando la ladera
donde planté mi tienda.
Esperaba ver pendones y mozos
azuzando dogos o podencos.
Mañana caminaré a la carretera.
No hubo gloria aquella noche;
vacía oscuridad sin humos ni trofeos.
Sólo ladridos y un cuerpo de mujer
que no conoce mis instintos.


Segundo monólogo.

Toda la vida fui el que acechaba en vano
la caída del agua en los arroyos
de calles anónimas, sin héroe que les prestase nombre.
Ser cazador es mi coartada para vivir en la contemplación
y el aniquilamiento.
Ser cazador es redimir los pecados del mundo.
Darse a las llamas como se da el pecho de un faisán
a la escopeta.
Pero no quiero hablar. Pedí cigarros
y nadie respondió.
Mis hijos me miran en silencio.
Esperan con ojos limpios y beben café en tazas
despostilladas que son mi herencia:
El sabor a peltre de noches en que la muerte
acaricia las canas y el pelambre
de víctima y verdugo.